Saturday, June 4, 2011

Avatares de un diario sin nombre

I


La identidad ha cobrado por fin el relieve que se merecía no tan sólo en los estudios literarios—el crítico se quita los anteojos y bosteza. Prosigue—sino en las humanidades en general. Y estamos de acuerdo con lo que dice y tomamos nota y pensamos en la paradoja (para nosotros, no en general ni en el mundo. Desde Kant y Heisenberg no es posible predicar a pies juntillas la realidad de lo que nos enfrenta y ya no vamos a entrar en explicaciones) de la así llamada sociedad contemporánea y la pululación de los a medio nacer, a medio perecer, a medio formarse que llenan calles y rincones, se ven reflejados en los escaparates y espejos de las MEGAURBES las MEGACIUDADES. Claman por la identidad sólida que les hace guiños y les muestra las piernas y otras cositas menos nombrables en estas páginas desde las cosas y artículos diversos, prendas de vestir que más les interesan, quizás desde esos mismos escaparates, pero preferentemente desde las pantallas de televisión y cine, de las diversas máquinas nuevas y representacionales—sólo me acuerdo del nombre Ipod, que no sé ni siquiera mucho lo que es ya que no lo uso, por el desdén que proclamo en público hacia este tipo de artefacto, por la torpeza de animal anciano que más efectiva y secretamente me veda su uso. Pero proclamando a quien quiera oírme—no muchos, no todos los que quisiera al alcance de mi voz, de estas palabras, incluso de los gestos y ademanes en que estallaría mi cuerpo todo ansioso de comunicar, de ser visto, de existir, de ser reconocido, de tener en frente no ya desde un espejo este rostro mío que se deteriora segundo a segundo. No ya en la mañana cuando me afeito si es que no he decidido dejarme barba y bigote. Fluido como me voy yendo en esa imagen sólida que me gustaría tener desde hace más de 2 000 años. Qué dos mil. Desde el GENOMA HUMANO ya (casi) establecido por los científicos aparecen esos ojos ansiosos, o su anuncio. No ya en el bus u otro vehículo en que mi rostro se me acerca en ángulo reflejándose a medias cuando miro por la ventanilla—sino desde los ecranes otra vez que así entregan mi rostro que se va convirtiendo en arquetipo, en modelo para millones de espectadores potenciales, sobre todo jóvenes—sobre todo niñas núbiles, que son las que más me interesan en esta mi presente condición de animal que envejece y que cuando abreva en uno de los pocos pozos impolutos que nos van quedando puede ver la imagen de su cara que parece deteriorarse—otra vez—segundo a segundo.

En modelo—no para armar. Dios me libre aunque no exista—sino para concretizar de acuerdo a mi fisonomía y de manera inconsciente casi algunos de los rasgos faciales y corporales más maleables de esa gente que todavía se forma. Siempre se dice el dicho ése de la tabula rasa aplicado a la prestigiosa conciencia humana ya desde el tiempo de los clásicos. Pero las maravillas de la cosmética, del body building, de los diversos esteroides y otros fármacos, la cirugía plástica y quizás—cosa que no se ha comprobado—la simple introyección moldeante que desde esa imagen y rostro míos que aparecen en esos millones de pantallas chicas o grandes y aplicando la conocida ley de la psicofísica que rige el imperio del GRAN DESEO y el GRAN ANHELO sobre la materia que así se moldea a instancias de las exigencias físicas y mentales que a esas generaciones jóvenes ofrece mi rostro—repito—desde esa multitud incontable de pantallas. ¡Fiiu!.